Que el juez no sea un legislador encubierto: el caso genérico del párrafo final del artículo 22 bis del Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires

 

 

Roberto Falcone (h)

Felicitas Vespa[1]

 

 

Fecha de recepción: 01/07/2024

Fecha de aceptación: 18/12/2024

 

 

Resumen: El presente artículo ofrece una particular caracterización como caso claro de la inconstitucionalidad que cabría asumir respecto del último párrafo del artículo 22 bis del Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires, disposición legislativa que preceptúa que, en procesos penales en los que exista pluralidad de imputados, la renuncia de uno de ellos a la integración del Tribunal con jurados para su juzgamiento en el plazo procesal oportuno será vinculante para los demás, habilitando como consecuencia un único juicio ante un Tribunal en lo Criminal integrado exclusivamente por jueces técnicos[2]. A tal efecto se analizará el mecanismo de control de constitucionalidad que nos rige, así como la institución del juicio por jurados y su concepción prevalente como derecho renunciable por parte del imputado (I), para posteriormente, desde una particular intelección de la esfera regulativa del derecho como presidida por la participación popular (directa o indirecta) en la adopción de decisiones normativas vinculantes (II), propiciar por parte de los aplicadores una declaración de inconstitucionalidad de limitado alcance que compatibilice (en la mayor medida posible) la totalidad de los intereses involucrados (III).

Palabras clave: juicio por jurados; control de constitucionalidad; democracia constitucional; interpretación jurídica.

 

Abstract: This article offers a specific characterization of the clear unconstitutionality inherent in the last paragraph of Article 22 bis of the Criminal Procedure Code of the Province of Buenos Aires. This legislative provision establishes that in criminal proceedings involving multiple defendants, the waiver by one of them of the jury trial for their adjudication within the appropriate procedural timeframe will be binding on the others, resulting in a single trial before a Criminal Court composed solely of professional judges. To this end, the article examines the mechanism of constitutional control currently in force, as well as the institution of jury trials and the prevailing conception of this right as waivable by the defendant (I). Subsequently, from a particular interpretation of the regulatory sphere of law as guided by popular participation (whether direct or indirect) in the adoption of binding normative decisions (II), the article advocates for a judicial declaration of unconstitutionality with limited scope, aiming to harmonize, to the greatest extent possible, all the interests involved (III).

Keywords: Jury trial; Constitutional review; constitucional democracy; legal interpretation.

 

 

I.- Los jueces, el control de constitucionalidad y el juicio por jurados como derecho renunciable por parte del imputado

a) Es sabido que cualquier análisis del sistema de control de constitucionalidad que rige en el derecho argentino no puede divorciarse de la noción de supremacía constitucional, que KELSEN atinadamente describiera como la garantía de que una norma inferior se ajuste a la superior que determina su creación o contenido (Kelsen, 1988, pág. 316). Por tanto, es menester tener presente que cualquier norma, para ostentar validez al interior de un sistema jurídico, debe necesariamente adecuarse a los requisitos dispuestos por la Constitución en tanto norma de la mayor jerarquía en tal sistema; lo contrario determinará, naturalmente, su inconstitucionalidad. Así, en un Estado constitucional de derecho como el nuestro se exige que el poder legislativo se vea limitado en su accionar por las normas generales contenidas en la Constitución, lo que supone, como ya insinuamos, el reconocimiento de jerarquías normativas. Puede decirse en tal sentido que la Constitución es fuente del derecho en atención a que las normas constitucionales resultan idóneas para invalidar normas sucesivas de rango infraconstitucional formalmente disconformes o materialmente incompatibles con ella (Guastini, 2001, pág. 39).  No pudo expresarlo RODRIGUEZ con mayor claridad cuando dijo, aludiendo a la referida jerarquización, que:

… todas las normas resultarían mediata o inmediatamente sometidas a la Constitución, lo que significaría que todos los poderes públicos quedarían sujetos a ella, al poder constituyente que radicaría en la soberanía popular. En caso contrario, si todas las normas tuviesen el mismo valor y no hubiera relaciones de supra y subordinación entre ellas, se difuminaría la protección que otorga la Constitución frente al poder arbitrario. (Rodríguez, 2021, pág. 520)

Se vuelve en tal sentido evidente que el constituyente es quien concretamente instituye a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en el modelo que nos rige, y también quien decide atrincherar derechos y blindarlos de los avatares de la política al dotarlos de una jerarquía superior que requiere para su reconsideración de un procedimiento particularmente exigente.

Este cuadro de situación, que GARZON VALDES aptamente tematizara como “coto vedado” al aludir al retiro de ciertos tópicos vinculados a los derechos básicos de la arena de la discusión política ordinaria (Garzon Valdes, 1993, pág. 631 y ss.), requiere de un diseño institucional caracterizado por la primacía de una Constitución que albergue en su seno un número (mayor o menor) de tales derechos, y paralelamente un mecanismo de control jurisdiccional de constitucionalidad de las leyes emanadas de las legislaturas. Los derechos básicos mencionados deben en un sistema como el descripto emplazarse, aunque parezca trivial destacarlo, en una Constitución rígida, dado que el procedimiento para su reforma habría de ser más trabajoso que el necesario para legislar ordinariamente, lo que determina la distinción jerárquica a la que se hiciera párrafo arriba referencia. En torno al segundo de los puntos de partida, aun resaltando que la primacía constitucional es conceptualmente distinguible del mecanismo de control de constitucionalidad que se adopte al efecto, se entiende habitualmente que el control jurisdiccional de constitucionalidad es el que garantiza efectivamente tal primacía (Bayon, 2000)[3].

En este último sentido, no constituye novedad alguna que el control de constitucionalidad, comprensivo de la separación de poderes dentro de un Estado constitucional de derecho, es atribuido en nuestro país de modo difuso al poder judicial, influencia que deviene del famosísimo voto del Chief Justice MARSHALL en Marbury v. Madison, de la Corte Suprema de los Estados Unidos de 1803[4].  La misión que por tal vía se le encomienda es no solo el aseguramiento del proceder del poder ejecutivo de acuerdo con el derecho, sino también –como dijéramos- que el poder legislativo no exceda las facultades que la Constitución le otorga. Tal contralor presupone el no sometimiento del poder judicial a poder alguno de los que ha de controlar, por lo que nota característica del mismo es su independencia como institución insustituible[5]. Puede discutirse hasta el hartazgo si el documentado es el sistema dotado de mayor valor intrínseco del que disponemos; lo que debe sin duda concedérsenos es que es el que, aún con claroscuros, impera en nuestro país. Una vez más: descripción y valoración no deben confundirse.

Así, resulta nítido que nos hallamos bajo el ropaje de una democracia constitucional, donde la regla de la mayoría nunca puede ingresar al “coto vedado” por los canales que le son habituales[6]. Desde el liberalismo, el propio RAWLS ha expresado que la libertad política más extensa es la establecida por una Constitución que utiliza el procedimiento de tal regla (por el que una minoría no puede imponerse a esta) para todas las decisiones políticas trascendentes que no registren límite constitucional alguno. Pero, asimismo, manifiesta que la libertad política es menos extensa cuando la Constitución limita el alcance y la autoridad de la mayoría, en casos en los que se exigen mayorías más amplias para ciertos tipos de medidas, o en los que mediante un estatuto de libertades públicas se restringen los poderes del legislador. Así, si bien constata que los lemas tradicionales del constitucionalismo, tales como un sistema bicameral, separación de poderes junto a revisiones y equilibrios y un estatuto de libertades públicas sometido a contralor judicial reducen el alcance del principio de participación, esa modalidad es no obstante compatible con la libertad política en la medida en que restricciones similares se apliquen a todos, y las imposiciones introducidas recaigan de igual forma sobre la totalidad de los sectores de la sociedad (Rawls, A theory of justice, The Belknap Press, 1999, pág. 197). Más tarde, en Political Liberalism, RAWLS defendió explícitamente la existencia de ciertos elementos constitucionales esenciales, entre los cuales se hallan los derechos y libertades básicas de la ciudadanía, que la mayoría legislativa debe respetar. Entre ellos, menciona el derecho a votar y a participar en la política, la libertad de conciencia, la libertad de pensamiento y de asociación, así como las protecciones del estado de derecho. Es esta, aún con matizaciones que quepa realizar, la quintaesencia de nuestro modelo (Rawls, Political Liberalism, 1993, pág. 227).

 Lo expuesto debe necesariamente complementarse con una toma de posición acerca de la concepción que consideramos preferible a la hora de interpretar el derecho, la que dará sustento a nuestra postulación final. En este tópico, anticipamos, somos decididamente hartianos, al entender que existen muy buenas razones para adscribir a la tesis de la indeterminación parcial en materia interpretativa. Así, HART ha expresado que las reglas importan reconocer casos particulares como ejemplos de términos generales; frente a tal escenario, es posible distinguir casos centrales claros a los que la regla sin duda se aplica, y otros casos (oscuros diríamos nosotros) en los que existen tantas razones para afirmar como para negar que la misma resulta aplicable. Tal dualidad de núcleo de certeza y penumbra de duda, cuando se trata de subsumir situaciones particulares bajo reglas generales, es imposible que sea eliminada: existiría un halo de vaguedad o textura abierta en toda regla por su condición de tal (Hart, The concept of Law, 1994, pág. 123). También manifestó HART a modo de conclusión de un artículo destinado a analizar la jurisprudencia norteamericana, echando mano a la comparación con lo que célebremente denominó la pesadilla y el noble sueño, que la visión de que los jueces siempre crean y nunca encuentran el derecho que aplican a los litigantes, así como la visión opuesta de que jamás lo crean, son ilusiones como cualquier otra pesadilla o cualquier otro sueño. Y remata diciendo que la verdad, tal vez poco emocionante, es que a veces los jueces hacen una cosa y a veces la otra (Hart, American Jurisprudence Through Englis Eyes: the nightmare and the Noble Dream, 1977, pág. 989)[7]. Ejemplificando con una regla cualquiera, la prescripción de que, por caso, no se admiten vehículos en cierto parque claramente nos impedirá ingresar al mismo con un automóvil, pero habrá discrecionalidad en su aplicación a la hora de determinar si la bicicleta de un niño constituye o no un vehículo en tales términos. El argumento expuesto es suficiente para lo que habremos de fundamentar en nuestra conclusión[8].

b) No nos quedan dudas, por otra parte, de que del juego armónico de la letra de nuestra Constitución Nacional y la de la ley provincial 14.543, el juicio por jurados ostenta en la provincia de Buenos Aires, frente a la comisión de ciertos delitos, el estatus de derecho renunciable por parte del imputado. En efecto, en el apartado constitucional de las declaraciones, derechos y garantías -precisamente en el artículo 24 de su parte dogmática- se habla de la promoción del establecimiento del juicio por jurados[9], lo que debe leerse en consonancia con lo dispuesto en el actual artículo 22 bis del Código Procesal Penal provincial en cuanto dispone, en su segundo y tercer párrafo, el plazo y la modalidad de la renuncia a ese derecho por el imputado, único facultado a tal efecto ya que, aunque la misma la postule su defensor, es este un mero intermediario de una decisión que lo excede.

Que nuestra Constitución reconoce como fuente de inspiración más próxima a la Constitución de los Estados Unidos nadie puede ponerlo seriamente en duda. En ese sentido, cabe destacar que la Corte de aquel país en el conocido (y aún seguido) caso Patton v. United States, resuelto el 14 de abril de 1930 y mediante el que se decidiera una cuestión vinculada a la cantidad admisible de miembros del jurado en un juicio, aseveró próxima a concluir que el derecho del acusado a un juicio por jurados tiene que ser celosamente preservado, instaurando ciertos requisitos para validar la renuncia por parte de este a tal modalidad de juzgamiento. Invocó también en un pasaje anterior la Sexta Enmienda de tal cuerpo normativo, que consigna, entre otras cosas, que:

… en todas las causas penales, el acusado gozará del derecho a un juicio expedito y público, por un jurado imparcial del Estado y distrito en el cual haya sido cometido el delito, distrito que será previamente fijado de acuerdo a la ley. (Patton v. United States, 1930)

Sin perjuicio de que allí el estatus de derecho para el imputado del juicio por jurados se halla más claramente explicitado que en nuestro medio, no cabe aquí la posibilidad de entenderlo de un modo diferente.

No resulta superfluo recordar que, en nuestro país, la distinción articulada en su hora por el constitucionalismo clásico entre una parte dogmática y una orgánica al interior de la Constitución Nacional obedece a la necesidad de limitar el poder del Estado de dos modos diferenciables. Por un lado, el núcleo principal del costado dogmático viene presidido por el reconocimiento de derechos fundamentales a modo de límites al Estado, quien, por caso, no puede desconocer la vida, la libertad, la propiedad o la intimidad de los ciudadanos[10]. Es así que la consagración de esos derechos supone la validación del ciudadano como sujeto de derecho, dotado de una dignidad intrínseca que imposibilita su instrumentalización para conseguir fines del Estado. En otro sentido, la parte orgánica exhibe un límite al ejercicio de poder estatal per se, evadiendo la concentración del poder público; así, la división de poderes constituye la guía de toda su estructuración (Montiel, 2020, pág. 19 y sgte.)

Sentado ello, quisiéramos remarcar dos posiciones que defiende MAIER en su ya paradigmático Derecho Procesal Penal argentino, que serán aquí compartidas en su totalidad, pudiéndose reputar la primera como una afirmación y la segunda como una duda. Lo que cabe afirmar en primer lugar es que, por la propia ideología política que siguió nuestra Constitución de 1853, el hecho de ser juzgado por los propios conciudadanos prevalece antes como un derecho fundamental de cada habitante que como forma específica de distribución del poder político o de organización judicial. Así, sostiene MAIER que si bien el artículo 102 de la CN (se refiere al actual artículo 118) esgrime una clara decisión política acerca de la participación de los ciudadanos en las decisiones estatales, el artículo 24 concede a título de derecho fundamental que el juicio de aprobación o desaprobación de los conciudadanos presidirá el fallo penal, abriendo o cerrando las puertas para la aplicación del Derecho penal. Ello claramente implica el hecho de no dejarle librado al legislador común el momento o la oportunidad de poner en vigencia el juicio por jurados, sino que solo concedió –como es habitual- la elección de la organización y los mecanismos concretos por intermedio de los cuales se instrumentaría la participación ciudadana en la administración de justicia, según la experiencia comparada y nuestras propias costumbres y posibilidades; el orden de prelación, sin perjuicio de ello, es claro, como también lo es que el respeto de la representación popular al derecho constitucional se dilató hasta lo inadmisible, consolidándose solo de modo parcial.

Por su parte, en segunda instancia, la duda que emerge de la exégesis constitucional es si el juicio por jurados es exigido también para las organizaciones judiciales autónomas (provinciales), conforme nuestro sistema federal. Podría pensarse, por un lado, que las provincias nunca transfirieron a la Nación el desarrollo de su organización judicial, que conservaron como propio con la única condición de garantizar la administración de justicia (art. 5 CN). En este sentido, al imponer la Constitución solo al Congreso de la Nación el deber de implantar el juicio por jurados en sus artículos 24 y 67 inc. 11 (este último es el actual 75 inc. 12), la integración de los tribunales con ciudadanos sería una regla de principio cuya operatividad se limitaría a la organización judicial del Estado federal. Paralelamente, tal posición podría controvertirse con base en que, si el artículo 24 de la Constitución oficia de regla de garantía, el no respeto hacia la misma por parte de las organizaciones judiciales provinciales supondría transgredir la correcta administración de la justicia penal, según el ya mencionado art. 5. Y, por consiguiente, si ello fuera materia delegada a la Nación, gran parte de la problemática que plantea el proceso penal sería de competencia legislativa del Congreso nacional, dado que la organización del jurado de enjuiciamiento no permite obviar un tipo determinado de sistema procesal (Maier, 1989, pág. 500 y s.; 508 y ss.)[11] El debate, en los términos antedichos, puede permanecer abierto, dado que para nuestro argumento central es bastante la prevalencia en la Constitución del derecho fundamental al juicio por jurados por el imputado por sobre el mismo como modelo de organización judicial.

Asimismo, que un derecho de los reputados fundamentales (no por ostentar cierta característica empíricamente constatable sino porque un determinado juicio de valor así lo indica) pueda ostentar la condición de renunciable por parte de su beneficiario no constituye novedad alguna en nuestro sistema.[12] Por caso, la garantía de la inviolabilidad del domicilio que emerge del artículo 18 de la CN no resulta obstáculo para que una persona, en aras de demostrar su ajenidad en relación con un hecho punible materia de investigación, franquee expresamente la puerta de ingreso al mismo para exhibir que no tiene nada que ocultar. En el mismo sentido, la prohibición de declaración compulsiva contra uno mismo consignada en ese mismo artículo no impide que alguien, revestido de la totalidad de la información relevante al respecto, decida confesar un delito para, por ejemplo, obtener algún tipo de beneficio procesal. Mencionamos aquí solo dos ejemplos de los muchos que existen[13].

 

II.- La democracia como fundamento de la autoridad del derecho

Si la democracia se justifica como un sistema que promueve la discusión pública respecto de diferentes tópicos que rigen la vida en comunidad, y si es ese el sistema dotado de mayor consenso, entonces el rol de los jueces a la hora de controlar la constitucionalidad de normas debe necesariamente limitarse.[14] Puestos a buscar un emblema de la llamada objeción contra mayoritaria, crítico por tal motivo tanto de la rigidez constitucional (y del atrincheramiento de derechos que supone) como del control judicial de constitucionalidad, la figura de Jeremy WALDRON se impone por su propio peso. Si bien parte de su argumento puede ser por muy buenas razones criticado, existe otro fragmento del mismo que aquí habremos de compartir. Empezaremos el presente acápite por el final, complementando la base de su pensamiento con otras proposiciones, y confrontaremos brevemente con algunos de sus postulados en el apartado siguiente.

WALDRON manifiesta que el fundamento de la autoridad de la legislación y su pretensión de respeto (lo que él denomina dignidad de la legislación) se vincula al particular logro que implica la acción colectiva y concertada en las circunstancias de la vida moderna. Somos la mayoría de nosotros partidarios, por diversas razones, de organizar cosas conjuntamente, y –en tal sentido- muchas de ellas pueden solo ser alcanzadas cuando cada uno de nosotros cumple con el papel que tiene encomendado al interior de un marco común de acción. Así, la protección del medio ambiente, la puesta en funcionamiento de un sistema de salud, el aseguramiento de las condiciones que permiten la operación de una economía de mercado o el proporcionar una base para la resolución de conflictos se dificultarían notoriamente a menos que las personas actúen de modo concertado, siguiendo reglas, tomando parte en prácticas compartidas y estableciendo instituciones. Es claro que la acción conjunta aludida no resulta algo sencillo, máxime cuando las personas adquieren un sentido de sí mismas como individuos y la coordinación con los demás puede colisionar con sus propios proyectos a una escala más reducida. Por ello, cuando ocurre, la acción en conjunto no es ni más ni menos que un logro en la vida humana. Y ese logro es mayor cuando una gran población actúa conjuntamente regulando una cuestión que involucra a todos, no obstante existir concretos desacuerdos acerca de lo que debería hacerse en el caso concreto (Waldron, 1999, pág. 101 y sgte.).

Sobre la base de lo expuesto, se dedica a caracterizar lo que denomina circunstancias de la política, las que se hallan presididas por la necesidad que los propios integrantes de un determinado grupo perciben acerca de contar con un marco, decisión o curso de acción común sobre cierta cuestión, aun a pesar de existir desacuerdos sobre cuál debería ser concretamente ese marco, decisión o acción. En ese sentido, tales circunstancias serían esenciales para entender una virtud característicamente política como es el Estado de derecho, ya que nunca podría menospreciarse el hecho de que convivimos y actuamos junto con personas que no comparten nuestra visión de la justicia, los derechos o la moralidad política. Por tanto, una ley merece respeto a causa del logro que representa el haberla producido bajo las circunstancias de la política, ya que no es ni más ni menos que una acción en conjunto frente a los desacuerdos.[15] En efecto, si bien constata que es habitual que se piense en un principio a la decisión mayoritaria como impersonal, puramente agregativa y que, como el utilitarismo, no toma a los individuos suficientemente en serio, el respeto que en rigor se dispensa a los individuos en el contexto de la aprobación de una ley opera de dos maneras: se respeta la diferencia de opinión sobre la justicia y el bien común, dado que no se requiere que se reste importancia o se silencien los puntos de vista que cada uno sinceramente sostiene por la importancia sobrevalorada del consenso, y también se respeta a toda persona en el proceso mediante el cual se decide sobre una concepción que cabe identificar como la nuestra, incluso a la luz de los desacuerdos. Así, sin perjuicio de que WALDRON entiende que, al hacer foco en la legislación, el respeto en términos de la decisión mayoritaria es más sencillo de explicar en una democracia directa que en una representativa, se presupone que en esta última la pretensión de respeto al representante es en gran parte una función de la pretensión de respeto a sus electores, por lo que ignorando al primero, o desestimando o menospreciando sus puntos de vista, se ignoran, menosprecian o desestiman los puntos de vista de sus electores (Waldron, 1999, págs. 102, 105 y 109).

Si bien la democracia representativa presenta aristas cuestionables de las que no podemos aquí ocuparnos[16], cierto es que, tal como BAYON ha expresado, su valor moral no deriva de que en la toma de cada decisión la opinión de cada ciudadano tenga exactamente el mismo peso que la de cualquier otro. En puridad deriva, por un lado, de que el representante ocupa esa posición no por su calidad sino por la cantidad de ciudadanos que lo respaldan, no pareciendo haber un sistema alternativo de selección de quienes toman de modo directo las decisiones que respete en el mismo grado el ideal del valor igual de todos; por otro, de que, aún con sus limitaciones, ningún otro procedimiento asegura la misma capacidad de reacción a la mayoría de los ciudadanos frente a decisiones que rechaza, por lo que, en ese sentido, ninguno se acerca tanto como ese sistema al ideal de que sea el conjunto de los ciudadanos comunes, sobre una base igualitaria, el que ostente la última palabra (Bayon, 2000, pág. 87). Allí radica el valor intrínseco del procedimiento democrático.

Pero todavía más puede decirse en su defensa. A partir de los mecanismos de la representación política, la identidad del pueblo se pone de manifiesto a través del resultado de un proceso de identificación que tiene lugar, precisamente, de modo representacional, constituyéndose así una estructura de poder construida “de abajo hacia arriba” (Mañalich, 2014, págs. 164-5). Sostiene LACLAU que la constitución del pueblo como agente portador de una determinada voluntad colectiva depende de la efectividad de un proceso de articulación hegemónica, en tanto proceso de articulación de un conjunto heterogéneo de demandas particulares hasta ahora aisladas (que existen como un objeto pleno con anterioridad y en forma totalmente separada del proceso de representación)  a través de su unificación en una cadena de equivalencias. Tal construcción a partir de una dispersión de demandas diferentes y su unión en derredor de posiciones populares que operan como significantes vacíos claramente no es por sí misma totalitaria, sino la condición propiamente dicha de la consolidación de una voluntad colectiva que puede ser en gran variedad de casos profundamente democrática. Para una unificación de esas características resulta imprescindible que alguna de esas múltiples demandas particulares contingentemente asuma, no obstante su particularidad, una función de representación universal de esa totalidad, que solo entonces quedará fijada como tal. Así, una diferencia, sin dejar de ser particular, asume la representación de una totalidad no susceptible de medición, en el que su cuerpo se halla dividido entre la particularidad que ella aún es y la significación más propiamente universal de la que es portadora (Laclau, 2005, pág. 95 y 206 y ss.). Se supera de tal suerte un potencial  déficit de organicidad a partir de una concreta institucionalización del pueblo como factor de poder supremo, siendo así que, desde allí, toda enunciación de una situación qua situación política ha de ser formulada por medio de un operador de cuantificación universal: en una democracia, el lenguaje de lo político es aquel mediante el cual, siempre que se habla, se pretende hablar a nombre de todos y para todos, esto es, a nombre del pueblo y para el pueblo.[17] Sin perjuicio de ello, en ese movimiento que se dirige desde los representados al representante existe una tensión que puede graficarse del siguiente modo: la autonomización de la instancia totalizadora más allá de cierto punto podría llegar a pulverizar al pueblo al eliminar el carácter representativo de esa totalidad, lo que constituiría terreno fértil para la potencial reacción de los representados que BAYON señalara. Pero, asimismo, una autonomización radical de las diversas demandas supone un efecto idéntico, ya que anula la cadena equivalencial y torna imposible el momento de la totalización representativa. Esto último sucede cuando prevalece la lógica de la diferencia, allende cierto punto admisible, por sobre la lógica de la equivalencia. (Laclau, 2005, pág. 205)

Lo expuesto necesariamente supone que todo aquello que amerita ser considerado político, a través de la mediación que caracteriza a la democracia, no encuentre su referente último en el Estado sino en nuestras propias particularidades vitales, siguiéndose de tal afirmación que la democracia implicará por definición una negación del tratamiento de dichas particularidades de modo no igualitario. Pues un tratamiento no igualitario de tal particularidad de nuestra existencia resultará incompatible con el sometimiento de esa misma particularidad al mencionado régimen de prescripción universal (Mañalich, 2014, pág. 165).

Para robustecer la estructura del razonamiento aquí postulado en lo concerniente al irreductible carácter político de la autoridad del derecho ostentan notoria capacidad de rendimiento las investigaciones de HABERMAS en relación con su teoría de la acción comunicativa, en la cual se enmarca la orientación al entendimiento de las acciones sociales. Las mismas, haciendo una breve recapitulación, pueden orientarse al éxito o bien al entendimiento; tomándose como muestra una misma acción, puede ella analizarse en tanto proceso de recíproca influencia por parte de oponentes que actúan estratégicamente, de un lado, o como proceso de entendimiento entre miembros de un mismo contexto vital, de otro. Los participantes adoptan en cada uno de dichos puntos de vista una actitud diferente, pasible de ser identificada –en las circunstancias apropiadas- a base del saber intuitivo de los participantes mismos. Todo entendimiento da por sentado un saber preteórico de los hablantes, quienes pueden por si mismos distinguir intuitivamente cuándo tratan de ejercitar un influjo sobre los otros y cuándo se entienden con ellos, sabiendo además cuándo fracasan las tentativas de entenderse. En tal sentido, un acuerdo alcanzado comunicativamente no puede ser solo inducido por un influjo ejercido desde fuera, sino que tiene que ser aceptado como válido por los participantes, distinguiéndose así de una coincidencia puramente fáctica. Todo proceso de entendimiento tiene como meta un acuerdo que satisfaga las condiciones de un asentimiento racionalmente motivado al contenido de una emisión. De allí, un acuerdo alcanzado comunicativamente tiene que tener una base racional, es decir, no puede venir impuesto por ninguna de las partes, ni instrumentalmente (merced a una intervención directa en la situación de la acción) ni estratégicamente, por medio de un influjo calculado sobre las decisiones de un oponente (Habermas, 1999, pág. 367 y ss.).

En esa línea, que el derecho sea autoritativo en una comunidad política significa, poniendo los argumentos de RAZ bajo la mejor luz, lo siguiente: en rigor, cualquiera puede tener su opinión acerca de cómo ciertos asuntos debieran estar organizados en un país (la basura no debería ser tirada en la calle, los autos debieran utilizar cierto tipo de combustible a efectos de no dañar el medio ambiente, etc.). Tales opiniones, sin perjuicio de que pueden ser suficientemente sólidas, en principio no son autoritativas para nadie, ni siquiera para quien las vierte, por caso, en una mesa de café. Su falta de autoridad no responde a que son opiniones minoritarias; aun si casi todos opinaran lo mismo, todavía nada se habría dicho sobre la correspondiente marca de autoridad. A su vez, aun si casi todos se comportaran de ese modo, les puede faltar todavía la marca de autoridad. Ciertas prácticas sociales tales como detenerse frente a un semáforo en rojo al conducir son obligatorias, mientras que otras –como, por caso, bautizar a un niño recién nacido- no lo son. La diferencia, en concreto, no radica en la importancia de la regla ni en su contenido, dado que el derecho regula (y, paralelamente, deja sin regular) cuestiones tanto triviales como importantes. Y si bien posiblemente reglas con cierto contenido no pueden existir por fuera del derecho, la gran mayoría de las reglas puede tanto ser parte del derecho como quedarse fuera de él (Raz, Entre la autoridad y la interpretación, 2013, pág. 113).[18]

            En rigor, según el propio RAZ, muchas sociedades (sean estas grandes o pequeñas) poseen un modo relativamente formal para distinguir entre la emisión de opiniones o peticiones y las regulaciones autoritativas. Esta distinción supone un elemento esencial en nuestra concepción del gobierno, ya sea en una familia, en una comunidad limitadamente organizada o en un Estado. No todas las regulaciones autoritativas constituyen disposiciones jurídicas; tampoco todo sistema de tales regulaciones es un orden jurídico. Pero el hecho de señalar que una disposición es jurídicamente obligatoria es señalar que es una reglamentación autoritativa. Por tanto, el aludir a regulaciones autoritativas indica que en tal sociedad existe una institución u organización que reclama autoridad sobre los miembros de la sociedad, considerándolos obligados a conformarse a ciertos estándares dado que, precisamente, estos fueron así señalados por la concebida autoridad, independientemente de si existen otros estándares justificativos basados en fundamentos diferentes. En tal tesitura, una función fundamental del derecho es proveer estándares públicamente determinables por medio de los cuales los miembros de la sociedad (tanto ciudadanos tout court como aquellos que además son destinatarios institucionales) están obligados, atento que no pueden excusar su no conformidad por rechazar la justificación de los estándares (Raz, The Authority of Law, 1979, pág. 51 y sgte.). Desde luego, la tesis que estamos presentando registra dos presuposiciones; por un lado, la proposición de que lo que es y lo que no es derecho se halla delimitado por hechos sociales que ofician de fuentes creadoras, prescindiendo de la moral como criterio de validez jurídica; por otro, la constatación de la cohabitación de estándares producto de la discusión democrática contingente a los que se les adscribe la correspondiente marca de autoridad con otros consagratorios de determinados derechos regulados en las más altas esferas (también revestidos de la marca autoritativa respectiva), pero que se hallan sustraídos del debate político ordinario.

 

III.- Nuestra posición al respecto

Si el juicio por jurados es, a partir de la compatibilización Constitución nacional- ley reglamentaria, un derecho del imputado, debemos desambiguar qué significa, concretamente, el tener un derecho al juzgamiento por pares. Siguiendo la célebre investigación, cuyos frutos persisten en el tiempo, de Wesley Newcomb HOHFELD, MORESO puso de manifiesto que el enunciado “X tiene derecho a A” puede referirse a alguna de las siguientes situaciones, o a su combinación: a) no existe ninguna regla en el sistema S que prohíba a X hacer A, lo que HOHFELD denominó privilege; b) Y (persona o conjunto de personas) tienen el deber de facilitar que X consiga A, a veces omitiendo y otras realizando ciertas acciones; en ese sentido, decir (según la permisión del estado de necesidad justificante) que X tiene el derecho a afectar un bien jurídico de menor entidad de Jorge para salvaguardar uno propio de mayor entidad implica que Jorge tiene el deber de tolerar tal afectación, lo que también supone que exista una regla en el sistema S que obliga a Jorge a hacer que X obtenga A (o a no impedir que X haga A). Esto es lo que HOHFELD denomina claim-right, siempre correlacionado con deberes de actuar o de omitir; c) también puede que se haga referencia al poder, capacidad o competencia que X tiene de suscitar cambios normativos; así, decir que X tiene derecho a dictar una sentencia significa que tiene el poder como magistrado para hacerlo, lo que implica que exista una regla que otorga a X competencia para dictarla. Esto es lo denominado por HOHFELD power –right: si alguien tiene el poder normativo para hacer A, habrá otras personas que estarán sujetas a dicho poder.

Finalmente, pasando a otro sentido muy relevante para nuestro trabajo, el decir que X tiene derecho a A puede significar, respondiendo a lo que HOHFELD denomina inmunity- right, que X es inmune respecto de Y (pudiendo ser Y una persona o conjunto de personas); así, Y no puede alterar la situación normativa de X en relación a A, por lo que en el sistema S serán inválidas las reglas que prohíban a X hacer A. El correlato de la inmunidad será, por consiguiente, una carencia de poder (o disability) por parte de otros, en este caso de Y (Moreso, 2000, pág. 22 y ss.).

En rigor, una inmunidad es para HOHFELD la libertad de una persona frente a la potestad jurídica de otro, respecto de determinada relación jurídica (Hohfeld, 1919, pág. 60). Por tanto, si intentáramos sacar provecho de tal investigación a la hora de fundamentar nuestro punto de vista, aparece como plausible sostener que si una persona ostenta de conformidad con la Constitución el derecho a ser juzgada por un jurado popular, y asimismo la propia ley regulatoria provincial le confiere solo a ella la facultad de renunciar a tal modalidad de juzgamiento, entonces el juzgamiento por juicio técnico sin su aquiescencia socavaría –además de su derecho en su correlación con el deber correspondiente- la inmunidad que la propia Constitución le ha conferido, no contando el legislador con tal potestad.

Con todo, por los argumentos expuestos en el acápite anterior, también nos parece evidente que el rol del legislador en una democracia constitucional es de trascendental importancia para la regulación de la vida comunitaria a través de la marca autoritativa del derecho. Un modelo que –solapadamente- ofrece una visión alternativa es el de FERRAJOLI en Derecho y razón, quien se presenta a sí mismo como positivista crítico. Dice el autor italiano que, a partir de su modelo garantista como base de lo que denomina democracia sustancial, se le brinda campo fértil a un estado de derecho dotado de garantías efectivas, tanto liberales como sociales; en contraposición, la democracia formal sería el estado político representativo, es decir, basado en el principio de mayoría como fuente de legalidad. Y continúa diciendo que “… es también claro, en el plano axiológico, que la democracia sustancial incorpora valores más importantes, y por consiguiente previos, en relación con la formal. Ninguna mayoría, se ha dicho, puede decidir la supresión de un inocente o la privación de los derechos fundamentales de un individuo o un grupo minoritario…” (Ferrajoli, 1995, pág. 864 y ss.).

Propondremos un ejemplo para controvertir este último punto de vista, propio de lo que cabría denominar un constitucionalismo fuerte. Supongamos que un abogado defensor, asiduo lector de FERRAJOLI, presenta un escrito ante el Tribunal Oral Federal de Mar del Plata (recordemos que actualmente no existe ley reglamentaria del juicio por jurados para el orden federal o nacional) sosteniendo que el juicio por jurados es un derecho fundamental de su asistido, consagrado en la Carta Magna. Por tanto, le solicita a uno de los jueces técnicos que allí presta funciones (supongamos que la causa es unipersonal) que arbitre los medios para organizar un juicio por jurados, ya que ninguna mayoría puede decidir (en este caso sería una decisión omisiva del legislador) privarlo a Juan Pérez de tal derecho. Ese juez, quien recibe el escrito y por una misteriosa jugada del azar también es del bando del constitucionalismo fuerte, sostiene que debe hacerse el juicio por jurados tal como el defensor lo solicita. Zanjado ello, dado que él es partidario del jurado escabinado, responde en su resolución que va a utilizar como marco regulatorio la ley cordobesa en la materia, dirigiéndose raudamente al encuentro de sus colegas para narrarles la buena nueva de que deben integrar el tribunal en el juicio que el primero de los magistrados mencionados habría de presidir (recuérdese que en la provincia de Córdoba los tres camaristas participan del juicio por jurados). Sigamos suponiendo: uno de los restantes magistrados le manifiesta que, si no hay ley reglamentaria en el ámbito federal, nadie puede compelerlo a realizar un juicio por jurados; el otro, por su parte, le dice que también él es partidario de un constitucionalismo fuerte, por lo que entiende que el juicio por jurados debe hacerse, pero es proclive a defender la modalidad de juzgamiento por jurado clásico, en atención a lo cual propone la utilización de la ley reglamentaria bonaerense. Luego de deliberar varios días sin conseguir ponerse de acuerdo deciden redactar una regulación ad hoc, a partir de un intento de compatibilización de sus ideas, imbricando para ello contenido de las leyes bonaerense, cordobesa y neuquina en la materia. La pregunta que se impone como conclusión es la siguiente: ¿es tamaña inseguridad jurídica admisible? La respuesta es para nosotros negativa; saltearse al legislador tiene costos a veces impensados.

En cambio, lo que aquí proponemos es, siguiendo la expresión de Juan Carlos BAYON pero haciendo uso del corset jurídico autóctono, que tanto jueces como analistas de la ciencia del derecho nos movamos en el interior de lo que cabría denominar constitucionalismo débil, de máxima deferencia posible con el legislador en lo atinente al análisis de la compatibilidad de la legislación con la normativa constitucional. Un ejemplo contrario, por su deferencia nula con el legislador a la hora de resolver nuestra controversia, supone la solución que preconiza que si un coimputado no ejerció la renuncia al juzgamiento por pares y, consecuentemente, optó por tal modalidad, resulta la misma también vinculante para el restante. Puesto en otros términos: postulamos aquí que los efectos de la declaración de inconstitucionalidad por invalidez material de una norma como la que venimos analizando debieran limitarse a sostener que lo que no vincula a uno de ellos es la renuncia del restante al juicio por jurados ( y, por ende, la neutralización de la consecuencia del juzgamiento de ambos por jueces técnicos), pero no que lo que vincula a uno es la no renuncia al juicio por jurados por parte del restante, porque ello precisamente implica –haciendo prevalecer impropiamente una determinada valoración- adoptar una solución diametralmente opuesta a la del legislador, cuando el juez no es fuente formal de producción de normas jurídicas generales y abstractas que correlacionan casos genéricos con soluciones normativas. Aunque a veces cueste asimilarlo, debe entenderse como conceptual la distinción entre producción y aplicación del derecho.

La consecuencia generada por el efecto de la declaración de inconstitucionalidad aquí defendido es la realización de dos juicios, uno ante jueces técnicos y el otro ante un tribunal de jurados. ¿Constituye tal solución una rara avis en el sistema procesal penal bonaerense? De ninguna manera. Cuando los imputados son, por caso, uno menor y otro mayor de edad, los artículos 66 y 67 de la ley provincial 13.634 organizan el procedimiento a realizarse, postulando el primero de ellos que sea el Fiscal del Joven quien practique la investigación penal preparatoria por ambos. Pero, en caso de que los mayores coprocesados fueran absueltos o condenados a pena inferior a la aplicada a los niños (claramente se está aquí aludiendo al resultado de un juicio tramitado por ante un Tribunal en lo Criminal), procederá la revisión de oficio del proceso, para lo cual el magistrado que hubiere conocido remitirá inmediatamente de ejecutoriada la sentencia, copia autenticada de la misma al Juzgado o Tribunal de la Responsabilidad Penal Juvenil a efecto de que previa vista al Agente Fiscal, al Defensor y Asesor de Incapaces, dicte un nuevo pronunciamiento. No existe duda alguna de que el sistema presenta para estos casos la solución de los dos juicios, duplicándose las declaraciones de los órganos de prueba.

En otro orden, también cuando uno de los imputados no es hallado tempestivamente se realiza el juicio con los que están presentes. Aquí no es que se paraliza el proceso para estos últimos mientras se procura dar con el primero, sino que, cuando este se halle a disposición de la justicia, se le continuará el proceso según su estado. Ello puede implicar, de modo evidente, la realización de dos debates, con la idéntica consecuencia de las dobles declaraciones. Entendemos que, sin perjuicio de poder estarse ante una deficiencia axiológica si se entendiera que la solución más plausible sería la inversa a la adoptada por el legislador bonaerense, lo correcto según el sistema normativo vigente es una solución como la postulada. Los argumentos críticos solo pueden permanecer en la esfera de la lege ferenda.

Para finalizar, cabe destacar que, mal que le pese a WALDRON, no luce para nada irrazonable que en aras de la protección tanto de la democracia como de ciertos derechos individuales se impongan límites, por la vía constitucional, a la adopción de decisiones legislativas mayoritarias (Christiano, 2000, pág. 536). Resulta para nosotros justificado que cierto tipo de derechos y garantías se atrincheren en una Constitución cuyo procedimiento para su modificación sea complejo, ya que el respeto a determinadas conquistas que dignifican a la persona humana no admite retrocesos, así como también nos luce persuasivo que sean los jueces quienes tengan como misión su protección. Como correctamente ejemplifica ORUNESU, una mayoría sin límites en los tópicos susceptibles de ser decididos puede resolver limitar los derechos de algunas personas, sometiendo por caso a esclavitud a ciertos miembros de una sociedad. Ello, al ser inadmisible, permitiría aseverar que el derecho a una igualdad de trato o consideración entre los miembros de una sociedad, lejos de ser equivalente, sería más básico que el derecho a una igual participación en las decisiones políticas que a todos vinculan (Orunesu, 2012, pág. 172 y sgte.). En idéntico sentido, podría pensarse válidamente que, si el derecho a la libertad de una persona se encuentra entre las precondiciones de su participación en la vida democrática, el legislador constitucional haya establecido que el mejor modo de garantizar tal derecho sea que su eventual responsabilidad penal por la falta de evitación intencional de un comportamiento antinormativo sea adscripta, según el propio imperio del artículo 24, por un jurado popular.

Por todo lo expuesto, siendo evidente que el caso genérico de la norma aquí analizada es un caso claro de inconstitucionalidad al quebrantarse por ese medio, del modo ya explicado, no solo el derecho sino también la inmunidad del ciudadano que desea el juzgamiento por jurados populares, propiciamos tal declaración por la vía judicial con los (no tan evidentes) efectos ya consignados. Es ello ni más ni menos que la consecuencia de sostener la siguiente premisa: que exista un caso claro de inconstitucionalidad al advertirse una colisión normativa no implica que los efectos de una declaración de esas características también lo sean. Parece plausible, en este último sentido, la necesidad de reconocer una discrecionalidad en el juzgador, y allí lo que coaccionará será el mejor argumento propuesto. Nosotros, por nuestra parte, entendemos que el aquí defendido permite de mejor modo compatibilizar el máximo respeto posible a la legitimidad democrática del legislador provincial con el postulado que el constituyente nacional en su hora dispusiera acerca del derecho fundamental de cualquier persona a ser sometido a juicio (criminal en este caso) por sus pares.

 

 


 

Bibliografía y referencias

 

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[1] Profesores del Área Departamental Penal de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina. Los Dres. Jorge Rodríguez, Tobías Schleider y Roberto A. Falcone, luego de leer un borrador del presente artículo, nos han formulado sugerencias y observaciones que volvieron menos imperfecta la presentación de su argumento central. Les estamos, tanto a ellos como a otros colegas que han leído una versión preliminar de este trabajo, profundamente agradecidos.

[2] La interpretación de esta disposición en la jurisprudencia bonaerense ha sido variopinta.  Respetuosa de la letra de la ley se ha mostrado la Sala I de la Cámara de Apelación y Garantías en lo Penal del Departamento Judicial Mercedes en la causa nro. 50.036. La declaración de inconstitucionalidad, por su parte, fue resuelta tanto por la Sala IV del Tribunal de Casación Penal provincial en la causa nro. 118.790 como por la Sala III de la Cámara de Apelación y Garantías en lo Penal del Departamento Judicial Mar del Plata en la causa nro. 33.124.  Sin perjuicio de esta semejanza, los efectos postulados han sido diferentes. Así, mientras que el Tribunal de Casación resolvió que debían hacerse dos juicios, respetándose de este modo la voluntad de cada uno de los imputados, la Cámara marplatense resolvió que debía realizarse un solo juicio ante un tribunal de jurados populares. Mayores detalles pueden confrontarse en los precedentes de referencia, escogidos solo a modo de ejemplo.

[3] Para la presentación de tal modelo, y para una crítica más que meditada, insustituible BAYON, Juan Carlos; Derechos, democracia y constitución, en Revista Discusiones Año 1 N° 1 (2000), pp. 66 y ss.

[4] La posición de MARSHALL se inclinó a sostener que los jueces podían declarar inconstitucional un acto del congreso y, como consecuencia, negarse a reconocerle efectos. Ello motivó, en un país cuya constitución de 1787 no incluía referencia explícita alguna al control de constitucionalidad, la adopción de un sistema en el cual cualquier juez o tribunal puede ejercer la jurisdicción constitucional, cualquiera fuere su jerarquía o fuero, ejerciéndose el control respecto de un caso o controversia concreta. Como contrapartida, el denominado sistema europeo o centralizado se rige por una nítida separación entre la jurisdicción ordinaria y la constitucional. Tal modelo se originó en la Constitución austríaca de 1920, que vedaba expresamente a los tribunales ordinarios revisar la constitucionalidad de las normas, destinando para ello exclusivamente una Corte Constitucional (Verfassungsgerichtshof) dotada también de la facultad de analizar de oficio la constitucionalidad de una ley ordinaria. Sobre el punto, fundamental ORUNESU, Claudina; Positivismo jurídico y sistemas constitucionales, Marcial Pons, Madrid et al, 2012, pp. 106 y ss.

[5] Cfr. RODRIGUEZ, Jorge; Teoría analítica…, cit., p. 521. Ciertos episodios que, en este aspecto, testimonian un lamentable divorcio entre el ser y el deber ser habilitarían extensas consideraciones que exceden el marco conceptual que nos hemos propuesto. Sin perjuicio de ello, no podemos obviar una somera mención a la referida constatación. Por otra parte, si bien tanto la designación como la remoción de los magistrados en nuestro país se determina por sistemas mixtos, hay una idea de GUASTINI respecto de la independencia judicial que juzgamos solo parcialmente plausible. En efecto, cuando él sostiene que el poder judicial “es independiente de los otros dos órganos con la condición de que los jueces: a) no sean nombrados por el Ejecutivo ni por la asamblea legislativa, y b) no puedan ser revocados o removidos por el Ejecutivo o por la asamblea legislativa”, cabría objetarle que el punto b) aparece como decisivo para excluir la independencia pero no así el a), dado que el compromiso que parece existir a este último respecto estaría más bien limitado a lo “moral” con aquel que propició su designación. En cualquier caso, a nuestro juicio, ambos sistemas posibles no lucen equiparables. Véase empero GUASTINI, Riccardo; Estudios…, cit., p. 66.

[6] Es de destacar que nuestra constitución no propicia un atrincheramiento definitivo de ciertos derechos, tal como lo hace la alemana en su artículo 79.3 cuando dispone textualmente que: “Eine Änderung dieses Grundgesetzes, durch welche die Gliederung des Bundes in Länder, die grundsätzliche Mitwirkung der Länder bei der Gesetzgebung oder die in den Artikeln 1 und 20 niedergelegten Grundsätze berührt werden, ist unzulässig.”Lo que viene a decir, en lo que aquí interesa, es que resulta inadmisible una modificación del elenco de derechos básicos contemplados en ciertos artículos de la Ley Fundamental.

[7] En ese mismo artículo, precisamente en la página 971, señala HART que las teorías que se desarrollaron en los Estados Unidos para explicar el fenómeno judicial en lo que a este aspecto respecta han oscilado entre los dos aludidos extremos, perdiendo de vista que existen “varias estaciones intermedias”.

[8] Análisis críticos más que persuasivos de la tesis de la única respuesta correcta y de la indeterminación radical en materia de interpretación jurídica pueden verse en RODRIGUEZ, Jorge; Teoría analítica…, cit., pp. 560 y ss.

[9] La Constitución Nacional ha permanecido en este punto durante muchísimos años inactuada en nuestra provincia, y así permanece aún en el sistema federal. Ello obedece a la razón de que se trata de una norma de eficacia diferida, dado que no puede adquirir eficacia sin la previa creación de otras normas, las cuales constituyen condición necesaria de eficacia de la primera. Así, puede decirse que el legislador lo que ha hecho es violar un mandato constitucional, al abstenerse de confeccionar una ley que la constitución exigiría; tal violación, va de suyo, no registra sanción alguna. Cfr., entre otros, GUASTINI, Riccardo; Estudios…, cit., p. 45 y 49 y ss.

[10] BIDART CAMPOS, por caso, sostiene que el derecho constitucional de nuestro país le asigna a la parte dogmática el carácter de un derecho constitucional de la libertad (cursiva en el original). Cfr. BIDART CAMPOS, Germán; Tratado elemental de derecho constitucional argentino (Tomo I), Ediar, Buenos Aires, 1995, p. 322.

[11] El argumento de MAIER se halla aquí reconstruido; las citas no son textuales.

[12] Ello es también expresamente avalado por BIDART CAMPOS, quien considera que las normas sobre derechos personales resultan, como principio, disponibles para el sujeto activo, que puede a su discreción ejercer o no ejercer el derecho del que es titular. Cfr. BIDART CAMPOS, Germán; Tratado elemental…, cit., p. 328.

[13] Préstese también atención a que el artículo 24 de la CN emplea el verbo promover en lo que respecta al establecimiento del juicio por jurados, lo que según la Real Academia Española significa, en su acepción correspondiente, “impulsar el desarrollo o la realización de algo”. Tal impulso parece claramente compatible con que, implementada que sea la posibilidad de tal modalidad de juzgamiento para una determinada persona en un contexto particular, esta renuncie a ella y opte por otra. Empero, de ningún modo queremos afirmar que todos los derechos son renunciables, lo que sería a todas luces un dislate jurídico.

[14] En este pasaje coincidimos con Roberto GARGARELLA. Véase lo por él expresado en GARGARELLA, Roberto; Los jueces frente al “coto vedado”, Revista Discusiones Año 1 N° 1 (2000), p. 61.

[15] Ello permite controvertir la idea de LESCH en punto a que el Derecho supone, con referencia a su institucionalización, consenso generalizado. Pareciera ser más preciso decir que, en todo caso, la institucionalización del derecho presupone la resolución por las vías que le son propias de los disensos potencialmente existentes, dotándolo en consecuencia de la marca autoritativa que lo caracteriza. Así, de consenso generalizado solo podría hablarse de modo alegórico. Cfr. empero LESCH, Heiko; ¿Complicidad a través de un comportamiento adecuado al rol?, en FALCONE, Andrés (ed.), ¿Autonomía y accesoriedad?, Marcial Pons, Madrid et al, 2021, p. 326.

[16] Es, por caso, bien interesante –y recién comienza- la discusión sobre los condicionantes del voto popular y el impacto que en el mismo provoca, por caso, la campaña orquestada de desprestigio de determinadas personas en esta suerte de retrete público en que se han convertido algunas redes sociales.

[17] Con alguna ligera variación en MAÑALICH, Juan Pablo; La democracia como programa constitucional: el lugar de los derechos fundamentales, en Propuestas para una nueva Constitución (originada en democracia), Instituto Igualdad, Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y Friedrich Ebert-Stiftung, Santiago de Chile, 2014, pp. 256-258.

[18] De modo complementario, centrándose exclusivamente en la legislación, señala GUASTINI que formular una norma es un acto “bruto” mientras que legislar es un acto “institucional”, y que son las normas sobre la producción jurídica las que confieren al acto “bruto” de prescribir, realizado por sujetos y procedimientos determinados, la etiqueta “institucional” de legislación. Cfr. al respecto GUASTINI, Riccardo; Estudios…, cit., p. 85.

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