Laudatio de Alberto Martín Binder en ocasión de la ceremonia de entrega del reconocimiento como Doctor Honoris Causa
Tobías J. Schleider
Universidad Nacional de Mar del Plata, Mar del Plata Argentina
Hoy, como es evidente, es un día para hablar de honor y de honorabilidad. Me ha tocado, entonces, el honor de presentar una semblanza breve de la trayectoria académica de Alberto Martín Binder.
Alberto Binder nació en Buenos Aires, se formó con jesuitas y con demócratas, pasó por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde se graduó y se doctoró, y fundó –junto a su adorado “Tute” Baigún– el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP) y el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE).
También fue miembro fundador del Centro de Políticas Públicas para el Socialismo (CEPPAS) y, más cerca en el tiempo, del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia (ILSED).
Es profesor de posgrado de Derecho Procesal Penal en la Facultad de Derecho de esta Universidad, de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Nacional del Comahue, entre otras tantas. Es miembro de la Asociación Argentina de Derecho Procesal y del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal. Fue distinguido como Doctor Honoris Causa por la Universidad de San Pedro y la Universidad Antenor Orrego, de Perú; la Universidad de San Simón, de Cochabamba, Bolivia, y la Universidad Nacional de Pilar, de Paraguay.
Es y ha sido asesor técnico en los procesos de reforma judicial en Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Venezuela, Honduras, El Salvador, Guatemala, República Dominicana y otros países de América Latina, y consultor de organismos de cooperación internacional en temas de reforma judicial, democratización de la justicia y de la gestión de la seguridad. Es autor de obras diversas y cuantiosas de esas especialidades, entre las que se destacan: De las repúblicas aéreas al Estado de derecho: ideas para un debate sobre la reforma judicial en América Latina; Justicia penal y Estado de Derecho; Iniciación al proceso penal acusatorio; Política criminal y de la formulación de la praxis; Introducción al derecho penal; Introducción al derecho procesal penal; El incumplimiento de las normas procesales; Ideas y materiales para la reforma de la justicia penal; Policías y ladrones: una guía para discutir el problema de la seguridad;
La implementación de la justicia adversarial; Análisis político criminal; Política criminal y control de la criminalidad; y el monumental
Derecho procesal penal, que acaba de llegar a su prefijado tomo VII, además de autor de artículos innumerables sobre las materias referidas.
Los méritos científicos y académicos del doctor Binder son notorios, como muestra la síntesis que acabo de apretar. No obstante, vale la pena ser sobreabundante, porque quedarnos en ellos sería un error que no conviene cometer. Su biografía es más amplia que su trabajo frente a alumnos y a teclados; es rica y es interesante y es, en última instancia, la que lo trajo hasta esta tarde.
Alberto Binder nació en Buenos Aires, pero su lugar en el mundo está a 1.473 kilómetros de allí: en Esquel, provincia de Chubut, al pie de la Cordillera de los Andes. Aunque lo que acabo de decir es difícil de fundamentar: también sabe repartir su tiempo entre la finca que fuera de su abuela en Nonogasta, Chilecito, Provincia de La Rioja –donde fundó tanto Casas de Justicia como, junto a la profesora Silvina Ramírez, una biblioteca popular–, y en varios lugares del planeta, en una vida de trotamundos jurídico que probablemente tuvo su hito inicial en la Guatemala que pasaba de los ochenta tumultuosos a los noventa también tumultuosos, pero por otras razones. Padre de las reformas procesales, penales y securitarias de casi todos los países de América Latina, paternidad pródiga que sigue ejerciendo y renovando, paseó con sus ideas por los foros más prestigiosos y también por las aulas más modestas de cada lugar donde le tocó dejar su impronta.
Alberto Binder es jurista, pero su rol en la sociedad excede en mucho a ese título (y, probablemente, a cualquier otro). Con su optimismo a veces inexplicable y su empuje que no se cansa ni se aburre, provocó que surgieran varias generaciones de peleadores: por los derechos de las minorías, contra los privilegios de los funcionarios, hacia la valoración del conflicto como nota de progreso en las sociedades y a favor de su encauzamiento adecuado, para que no prevalezca siempre el más poderoso. Esta es solo una porción de su aporte y de lo que ya es su legado, aunque no se jubila aún, ni lo hará nunca, un poco porque no lo dejamos, pero mucho más porque él no concibe detenerse; o, como gusta de recordarnos, “siempre hay que avanzar, aunque sea con dos pasos para adelante y uno para atrás”.
Alberto Binder es profesor y formador –los ecos de sus discusiones con su maestro y compinche Julio Maier sobre el rol de la universidad llegan hasta nuestros días–, pero se caracteriza por no imponer sus visiones a los demás. Sin embargo, a veces incluso sin quererlo, cambió la vida de muchas personas. Algunas estamos aquí hoy, acompañándolo. Otras nunca lo vieron, ni lo verán, incluso no conocen su cara, y aun su nombre, pero su existencia en este mundo hostil es un poco más llevadera gracias a los aportes de este señor audaz (por valiente y por arrojado).
Alberto Binder conoce como pocos los vericuetos de ese laberinto que solemos llamar “Tribunales”. Pero en cada oportunidad en la que fue preguntado por si se había tentado alguna vez con ser juez, supo contestar que, de ningún modo, porque su temperamento no le permitiría ser imparcial; y por si fuera necesario, agregó: “Respeto y admiro a los jueces, porque la suya es una tarea muy difícil. Sin embargo, prefiero tener la camiseta puesta”. Por cierto, la instauración de la oralidad en los procesos de la región, que no es otra cosa que una transferencia de poder de los jueces a los ciudadanos de a pie, también lleva muchísimo de su impronta.
Alberto Binder es un desinteresado supino por el fútbol, pero, en efecto, lleva la camiseta puesta a todas partes, y la transpira. En la actualidad, esto se nota en sus iniciativas para evaluar la eficacia del sistema penal, ya no solo como una preocupación pragmática, sino, en especial, como una teórica, sumadas a su interés en abrevar en la teoría de las organizaciones para que los fiscales y los jueces trabajen mejor. También, en el desarrollo del análisis político criminal como disciplina (o interdisciplina) independiente, que necesita complejizar su aparato conceptual para explicar con más claridad los problemas que le incumben. Además, cuando debate sobre los desafíos de la seguridad en democracia y propone dejar atrás de una vez por todas el paradigma del “orden público”, o cuestiona las categorías de la dogmática numinosa y de la criminología “mediática”.
Alberto Binder es un intelectual concentrado, pero está lejos de ser taciturno. Su don de gentes, su generosidad proverbial con los jóvenes, su activismo y su entusiasmo insistente e incisivo no admiten fronteras de ninguna clase. Baste el siguiente como ejemplo: con perdón por la autorreferencia –que, en este caso, creo, se justifica–, fui testigo de su paciencia para atender con la mayor amabilidad concebible, bien entrada la noche y mate compartido mediante, a cada persona de una fila larguísima que se formó, para estrechar su mano y pedirle una firma o una dedicatoria en alguno de sus libros, después de una clase magistral en su querida Universidad Nacional del Sur. Esto no sería destacable para una personalidad como la del protagonista de esta tarde, salvo por dos detalles. El primero es que la clase versaba, en lo principal, sobre las críticas –duras, sin concesiones, como es su marca– a muchos aspectos de la función policial en el marco del Estado de Derecho. El segundo es que los alumnos que formaban la clase y la fila consecuente para buscar el saludo y la foto eran, en su totalidad, policías.
Alberto Binder es un autor prolífico, pero –y no voy a caer en la cita borgiana más obvia, aunque cuaje– es antes un lector ávido, curioso, sesudo y meticuloso. Tal es su voracidad por los libros, como vehículos y también como objetos, que se autoimpuso hace años una regla estricta: en las librerías de viejo –que tanto le gusta frecuentar, y que no pocas veces han servido de carnada para convencerlo de hacer un viaje inverosímil– no compra ningún ejemplar que cueste más de un dólar.
Alberto Binder es un gran lector, pero también es un gran cultor de las series televisivas. En este rubro, no deja de recomendar –justificadamente, si se me permite– la serie “The Wire”. La recomienda no solo como entretenimiento, sino también como herramienta didáctica, por su claridad para mostrar las distintas estrategias de abordaje de los problemas criminales concretos y el juego de los operadores del sistema penal y policial ante los cambios de estrategias. Seguramente no fui el único que, después de ver y rever esta serie tan binderiana, buscó a Alberto entre sus guionistas y se sorprendió al no encontrarlo.
Alberto Binder es muchas otras cosas que merecen elogio y destaque, pero hay una que nos interesa en especial: desde hoy es, también, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Mar del Plata.
En más de un sentido, por él estoy aquí, lo cual agradezco. A él felicito por esta distinción, y con él –palabras del señor Rector mediante– los dejo. Buenas tardes.
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